El Café de las Horas (Relato)
Qué difícil puede resultar
encontrar un lugar donde pensar, cuando las ideas se agolpan en la mente,
amenazando con desbordar los límites del sano juicio. Como un torrente de aguas
bravas que arrastrase los limos de la razón, desfigurando las orillas que
separan la cordura de la locura. Se hacia necesario dejar reposar ese magma
para poder, con la ayuda del
pensar calmo, canalizar esa fuerza de forma positiva.
Tras un largo deambular por las calles que las farolas comenzaban
a iluminar, entré en un café del casco antiguo de la ciudad. Un lugar que me
pareció apropiado para domar mi encabritado espíritu y detener el tamborileo de
las venas en mis sienes. Aunque no era asiduo de ese local, si que lo había
frecuentado de tanto en tanto. Era un espacio agradable, situado en una calle
peatonal de poco tránsito,
realizado a la manera de los cafés modernistas parisinos, tan imitados
por doquiera y protagonistas de tantas recrea-ciones plásticas, literarias y
cinematográficas. Mesas de velador
con sobre de mármol blanco veteado y pie de forja de hierro. Sillas de
evocadores trazos curvos, nostálgicas, con asiento de rejilla clara que
contrasta con el negro de la madera. Los paños de pared libres de decoración,
pintados de color marrón de tono medio. Típicos tópicos de cafetín tertuliano y
bohemio. Aunque esta base de imaginería, se veía solapada, superada, por otra
aún más potente y que realmente le daba el toque característico a ese espacio
de bienestar. A esos elementos del modernismo, se añadían grandes candelabros con velas de un
blanco mortecino, bandejas de
alpaca, destacando una gran ensaladera de amplias asas y peana que la elevaba
majestuosa, dominando el centro de
la barra, rebosante de flores y frutas,
de imitación a las frescas, como cornucopia de sensual significación.
Hornacinas con artículos de chamarilero. Figuras de angelotes, querubines
dorados Pinturas tenebristas, con formas que apenas si salían a la vista de
entre el claroscuro del fondo, más oscuro que claro. Cortinajes de pesado
terciopelo granate, con alzapaños de cordón dorado. Todos estos elementos le
daban un acabado de teatral barroquismo. Pero también impriman al local un
carácter peculiar y diferenciador. Con lo difícil que es hoy en día, un encuentro
con lo original y lo personal, entre tanta imagen de marcas clonadas y repetitivos
marcos escénicos clonados, amén de la ciega persecución del estilo de moda, que
a base de repetirse y copiarse, pierde su originalidad como tendencia para caer
en cansina monotonía estética.
Me quité el abrigo, dejándolo colgado en un perchero de
pared que se encontraba cerca de la mesa que me disponía a ocupar. Una mesa
redonda, situada en un extremo de la primera nave, de las dos en que se dividía el local. Un puesto
suficientemente recogido, pero con
visibilidad de todo el resto del café, incluyendo la barra y la entrada. Una
posición de francotirador,
adecuada para ver sin ser demasiado visto y para poder concentrarse en
los asuntos propios, con cierta intimidad, si esa era la intención.
Apenas me senté en la silla que estaba pegada a la
pared, de las tres que aparejaban la mesa, me dedique en primer lugar y como era mi costumbre, a
evaluar el lugar. Aún no concurrían demasiados parroquianos, pero por la hora
que era, seguro que en breve tiempo se sumarian más a esa pequeña
congregación. El camarero se acercó,
dejando encima de la luna llena de la mesa, una carta plastificada. Lo hizo con
un gesto no tanto brusco como descuidado, acompañado de un casi inaudible
saludo. Era un tipo escurrido y bajo, con el pelo corto y tirado hacia la
frente en un flequillo despuntado.
De palidez enfermiza, que se decía antes. y de ligero amaneramiento.
La clientela se repartía por lo
demás entre extranjeros, sobre
todo norteamericanos, fascinados por la exuberancia tan europea del lugar; parejas que encontraban allí un lugar
romántico donde arrullarse; tertulianos nostálgicos y gentes que como yo en ese
momento, buscaban un lugar donde recoger el ánimo.
El camarero
volvió a parapetarse tras la barra que semejaba un baluarte, en su recia construcción de madera de nogal teñido
hacia los oscuros, con cuarterones en el frente y tapa de gruesa cornisa
escalonada. Y desde luego era buen
refugio para aquel chico, al que su corta talla no permitía sino rebasar en lo
justo, los hombros y la cabeza, sobre el nivel de la barricada, desde la que
miraba entre atento y desconfiado.
Le observé y esta imagen me hizo recordar otra, pues hay veces que pareciera
como si las sinapsis neuro-nales se dedicasen a jugar con los recuerdos,
pretéritos o próximos, en un juego de cam-balache, que termina en una
rememoración que, en ocasiones, nos parece disparatada.
Así pues, me vino a buscar una anécdota, acaecida, hacía ya
bastantes años - ¡Y tan-tos! - en uno de mis viajes.
Paseaba una noche de entre
semana, por una calle de Atenas, poco andada de almas a esas horas. Acababa de
cenar y me dirigía al hotel sito en el centro de la ciudad dando un paseo,
cuando me abordó un tipo de buen aspecto, apuntando canas y vestido de traje y
corbata, quien, tras un cordial saludo en inglés me sugirió el tomar una copa
en un lugar estupendo, según su verborrea de “relaciones públicas” del establecimiento.
A mis veinte y no muchos años, me había recorrido medio mundo y era consciente
del tipo de lugar al que me invitaba a acudir. Bueno. Acepte el ofrecimiento con la intención de acumular
una nueva experiencia vital.
Mi curiosidad me ha llevado siempre a mirar en todos los rincones del mundo y de las gentes que he conocido, aunque
tuvieran telarañas.
Con esta disposición y el único
interés de dejar pasar algo de tiempo antes de encerrarme en la habitación del
hotel, seguí al individuo unos pocos metros. Breve distancia y breve tiempo en
recorrerla que mi cicerone aprovechó para preguntarme con amabilidad de donde
venia, si me gustaba la ciudad y todas esas cosas que se preguntan a un
foráneo.
El hombre se paró frente a un
portal en el que entramos Ascendimos un par de tramos de una escalera, que más
parecía el decorado de una película gótica, para desembarcar en lo que recuerdo era semejante a una
cueva de paredes desconchadas y dividida la pequeña estancia en dos, al menos lo que estaba a la vista
inmediata del cliente. La parte
anterior con la barra y otra, separada de la primera por un arco, con sofás sin
respaldos, como los de las antiguas boîtes setenteras, a modo de reservado casposo. El ambiente era
propio de la cinematografía de un Berlanga heleno. Cuatro fulanitas de tal, sin nada en ellas que merezca
un recuerdo exacto, bailaban unas
con otras, de puro aburrimiento . Y tras la barra mustia, un camarero jorobado
(lo juro), un Quasimodo del alterne. Lo esperpéntico del momento y el lugar, no
me amedrentó sino que. al contrario, me inspiró, como fiel seguidor Valle-Inclaniano
, pues era de una sordidez cándida y hasta inocente en su miseria. Me senté con naturalidad en un taburete
frente a la barra y enseguida se me acercó una chica. Un personaje que nada tenía que ver con el cuadro al
que pertenecía. Una inglesita
joven, de pelo largo, rubio y lacio. De formas menudas y semblante agradable. Era una rosa inglesa, en un campo de
cardos. No recuerdo su nombre. Quizás Jenny. Algo así me suena. Si recuerdo
su mirada lánguida y ensoñadora,
acentuado ese aspecto por el color azul claro de sus ojos que se miraban en los
míos del mismo color, un poco más entonados quizás. Un encanto. Fue como tomar una copa con una amiga. Una
charla exenta de cualquier referencia a su oficio y sin que mediase proposición
alguna, salvo la de tener que pagarle un par de copas, como es de
costumbre. Se nos pasó el rato
así, dando sorbos cortos a las bebidas que el cheposo barman nos sirvió,
mirándonos a los ojos y charlando sobre su país, sobre el mío, sobre muchas
cosas salvo de su vida, de cómo y porqué había acabado allí, en aquel agujero áspero en el que no
pegaba su dulzura. Era difícil,
viéndola, imaginarla ejerciendo su oficio, seduciendo a cualquier gañan
insensible y tosco. Quizás fuera más fácil entender el sabor de boca que le
quedase tras ese encuentro oscuro y no deseado. Quisiera haber visto tras su
iris azulino su alma, las heridas en esta. Pero no. Preferí recrearme en ella
misma, apartando cualquier otra
imagen recurrente, creando un espacio aparte para nosotros en ese rato,
sacándola de allí en la alfombra voladora de nuestra conversación. Creo que
ella lo agradeció. Lo decían sus ojos, su sonrisa. Al día siguiente debía levantarme temprano y cuando lo creí
oportuno, me despedí de ella con dos besos en las mejillas y tras saludar a mi
anfitrión con un apretón de manos,
marché de allí arrastrando
una agradable sensación. Que poco
se imaginara ella que permanecería en mi memoria más de veinte años después de
encontrarnos en aquel cuchitril. Yo tampoco
Una sonrisa puso fin a ese recuerdo y me
concentré en leer la carta de productos que el ambigú ofrecía.. Para cuando el escuálido garçon, que diría el gabacho, se acercó, libreta de comandas en una mano y haciendo molinetes con el
bolígrafo, me había decidido por una sugerente combinación de té, santificado
con un poco de licor. El camarero volvió grupas y al poco el silbido de la
cafetera, anunciaba la preparación de mi bebida que me fue servida de forma
elegante, en una pequeña tetera de porcelana, de panza regordeta y florcitas
azules, una taza a juego, donde se
vertieron las gotas de ambrosia y una chocolatina, cortesía de la casa. Le di
las gracias al chaval, mirándole
educadamente a la cara, aunque su rostro no esbozo gesto alguno de
cortes correspon-dencia, limitándose a musitar no se que, entre dientes y
volver presuroso a su santa san-torum, donde desde hacía poco. le acompañaba otro empleado y al parecer del
agrado de este, pues una vez los dos tras la barra, mudó el semblante serio del
explorador quien, dejando la bandeja sobre la barra, con un ademán más
apasionado que el realizado al servirme a mi, intercambió sonrisas y parloteo
con el compadre.
Mientras dejaba reposar el
cocimiento en su útero de loza,
mordisquee la chocolatina, rasgué el sobre de azúcar, echando la mitad de su
contenido en la taza, con maneras de autómata, sin mirar. La carta de productos
continuaba sobre la mesa y al ser esta de un diámetro no muy grande, me
producía una sensación de agobio tenerla allí, junto al servicio de té, un
cenicero redondo de grueso cristal traslucido y mis trastos personales, a la
sazón. una libreta de tapas de
cartón rígido y la pluma que había rescatado del bolsillo del abrigo antes de
sentarme. El cenicero me era totalmente prescindible y me deshice de él
dejándolo sobre una mesa contigua. Iba a hacer lo mismo con el epistola-rio
cafetero cuando me fijé en el nombre que, tipografiado en letra caligráfica, de
rabos exagerados, aparecía en lo que seria la cubierta, lo que hizo detenerme
en mi intento de expulsión.
“El Café de las Horas”
Así rezaba. Y me pareció un
nombre peculiar e interesante.
Pero ¿las horas de qué?
Quizás de las horas muertas, aquí
pasadas. Asesinadas por la indolencia y el no saber que hacer.
De las horas vividas. Aquellas que marcan a hierro el alma y provocan el recuerdo.
De la hora buena, del
descubrimiento, del bienestar.
De la mala hora, en que tomamos
decisiones incorrectas que nos tuercen el camino.
De la hora del encuentro, en que recurres o acudes a encontrar una ilusión el roce de una piel, de una
mano que sujetar, de unos labios que besar.
De la hora del desencuentro, del momento de la ruptura, del
fin del encantamiento, de los besos que ya se volverán a dar, de las caricias
que no se volverán a sentir. De las palabras que ya no se dirán.
De la hora menguada, de pésimos
augurios que te oprimen el corazón y que pretendes burlar, con la ayuda del
alcohol.
De la hora tardía, en que dejaste escapar esa oportunidad de
sentir, de vivir, de conocer.
En fin, quizás de todas las horas de todas las vidas de todos
los hombres. Horas iguales y distintas a las de los demás. Horas en que
compartes, aunque solo sea el aire que respiras. Horas en que te sientes sólo
en medio de la multitud. Horas que dedicas a los demás, a ti.
Luego, en ese lugar y en ese momento se estaban congregando
una serie de personas iguales en su humanidad y diversas en sus experiencias,
en sus vidas, en historias,
particulares. Se congregaban como átomos de un todo universal, que en si mismos eran un universo.
Lancé
juguetonamente la carta, que tras un breve planeo, aterrizó sobre la mesa
con-tígua, resbalando por la superficie pulida, deteniéndose en su malabarismo al
chocar con el cenicero. Acerque la taza y vertí en ella el brebaje hasta casi
alcanzar el borde y me la llevé a los labios para sorber la bebida con cierta
precaución, ya que aún quema-ba, como atestiguan los dedos que asían la jícara. Tras unos sorbos, volví a dejarla
so-
bre el platito y los mande a
hacer compañía a la tetera al fondo de la mesa, dejando li-bre el espacio de
esta más cercano a mi. Limpié con la servilleta las gotas derramadas y puse
delante mía el cuaderno de notas. Lo abri y destapé parsimoniosamente la pluma . Tenia sincera intención
de comenzar a garabatear los pensamientos que se esbozaban en mi cabeza, pero mi enrevesamiento mental seguía
oprimiendo mi entendimiento
intelectual y no me era posible concentrarme lo suficiente para escribir algo
coherente. Releí las páginas precedentes buscando inspiración, pero abandoné el
intento, volviendo a tapar la estilográfica, depositándola sobre el cuaderno.
Levanté la cabeza, apoyando la barbilla
sobre la palma abierta de mi mano izquierda, hincando el codo en la mesa. En
esa postura mis ojos se dedicaron, por entretenerse, a pasear la vista
por el café de un extremo a otro de este.
Desde que estaba allí, se habían ido
sumando gentes a la velada, terminándose de reunir el elenco de la
representación de esa noche, el cuál se correspondía al que yo re-cordaba de
otras ocasiones. Ya se había formado un corrillo de amigos, de común
deno-minador , que necesitaron juntar dos mesas, no sin estrépito, para poder
platicar entre ellos, haciendo converger las cabezas hacia el centro de la
elipse que formaban. No lejos de ellos, el inevitable grupo de yanquis. Cuatro mujeres y un par de chicos,
reconocibles tanto por el idioma, como por el aspecto. Un grupito de chicas, estudiantes, por
las carpetas que iban apilando en una silla y que eran las que más bulla
aportaban al murmullo ambiente, que, por lógica, había ido ascendiendo en
intensidad, según aumentaba el aforo, pero se mantenía en un nivel apropiado
para entablar una conversación sin dejarte la garganta en la acción e incluso se
hacia audible ,en sufi-ciencia, la música clásica que ofrecía a quien la
escuchase, la sonorización del café.. Por supuesto, ocupando los ángulos se
veían a un par de parejas y en una pequeña sección del local, relativamente
separado del resto, se empezaba a formar lo que me parecía una reunión de corte
tertuliano.
Empezaba a encontrarme muy a gusto,
habiéndome dado una tregua en mi lucha in-terna, atenuándose la ansiedad que
esta me producía.
Sí, aunque en soledad, experimente el
calor que proporciona un ambiente sugerente, del que el destino me había
proporcionado numerosas oportunidades de disfrutar. Noches de tertulia
apasionada donde confraternizaban el sol y sombra con el pacharán, la poesía
con la política, el arte con la filosofía. Ocasiones únicas para el intercambio
de ideas, de pensamientos y vivencias.
Cenáculos de donde salen recetas infalibles para curar todos los males
del mundo. Orgías del pensamiento
de arrebatador estrado de inspiración.
Podía haberme acercado a esa tertulia que
andaba gestándose a pocas mesas de mí, pero en ese momento prefería ser
espectador que actor. Dejar de
lado mi actitud de es-eta egocéntrico, para convertirme en un Flâteur romántico, dejándome seducir por el entorno, para convertirme, parafraseando
a Baudelaire, en un pintor de la vida que se desarrollaba a mi alrededor y dejando a un lado mis propios
pensamientos e inquietu-des, para
centrarme en adivinar las de los demás,
haciendo un ejercicio de ficción so-bre la vida de aquellos que se mostraban
ante mis ojos
Y después de volver a beber, ahora un
trago largo, empecé a confeccionar ese libro de la historia particular de los
congregados en ese universo singular en que el café se había convertido para mí
en esa noche. Recorrería cada uno de los grupos para, observar sus gestos, su
actitud y fisgonear en su intimidad.
Y con este juego me dieron las horas tantas.
De nuevo la calle me recibió. Me
arrebuje en el abrigo y guarde mis pensamientos, en uno de los cajones de la
memoria.
Di unos cuantos pasos y me giré.
Por una de las ventanas contemple el retazo visible de ese microuniverso que
como un alienígena en viaje de fin de curso, acababa de visitar.
Alcé los ojos. Sobre la entrada
del local el rótulo:
El café de las horas.
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